martes, 23 de octubre de 2007

Sueños

—Si quieres una rosa roja —dijo el rosal—, tienes que construirla con tu música, a la luz de la luna, y teñirla con la sangre de tu corazón. Debes cantar con tu pecho apoyado sobre una de mis espinas. Debes cantar toda la noche, hasta que la espina atraviese tu corazón y la sangre de tu vida fluirá en mis venas y se hará mía.

—La propia muerte es un precio muy alto por una rosa roja —murmuró el Ruiseñor—, y la vida es dulce para todos. Es agradable detenerse en el bosque verde y ver al sol viajando en su carroza de oro y a la luna en su carroza de perlas. Es muy dulce el aroma del espino, y también son dulces las campanillas azules que crecen en el valle y los brezos que florecen en el collado. Sin embargo, el Amor es mejor que la vida, y, por último, ¿qué es el corazón de un ruiseñor comparado con el corazón de un hombre enamorado?


De “El Ruiseñor y la Rosa”. Oscar Wilde

“Y mi corazón sufre las desventuras de un corazón hueco, invisible... que lucha por amar, sin llenarse del gozo que significa el amor”.

La otra noche tuve un sueño. En él, había un hombre. No sé de donde salía, pero era medio conocido de mi hermano. En el sueño, aquel hombre me besaba, y yo sentía sus labios resecos, rasgados y agrietados... e intentaba suavizarlos con mi saliva y mi lengua, y lo besaba largamente... pasándole la punta de mi lengua lentamente por sus labios... y eran ésos, unos besos deliciosos, sin llegar a ser eróticos. Eran dulces, suaves, tiernos.

Aquel hombre debía irse pero quería volver, y yo, quería que volviera... y pensaba que nada diría, que nada haría para precipitar las cosas (como tantas veces he hecho, pues mi impaciencia es atroz). Me comportaba silenciosa... sólo esperando el momento que él decidiera volver... y volvía. Y nos besábamos. Sus besos encerraban tanta ternura, tanto amor, y a mi me gustaban tanto.

Desperté con una extraña sensación, y sentí que talvez ese día me toparía con ese ser que quiero encontrar. Me sentí contenta, como si en algún lugar del mundo hubiese alguien que soñara conmigo. Estaba tan animosa, que cuando subí al bus, me dije, mira quien está a tu lado, que puedes ver a este hombre en cualquier lugar y si no estás atenta lo dejarás pasar...

Y me pregunto, ¿de qué sirve la vida, si no hay amor? Y el ruiseñor sacrificó su vida por amor. Y quiso que aquel enamorado entregara la rosa roja, nacida del rosal y teñida con su sangre y murió con la esperanza de que aquel amor se concretara. Espero tener mejor destino que el ruiseñor, y no morir en el intento.

miércoles, 10 de octubre de 2007

La niña II

“Su padre dice que la niña, ya está grande para ir y venir sola del colegio”.

... Después de almuerzo, en la tarde, se iba la niña a su jornada escolar. Siempre la misma ruta... incambiable, puesto que se la había enseñado su padre y su abuelo. Ninguna otra conocía. Sus 8 años no le permitían imaginar otros caminos.

Siete cuadras conformaban el trayecto. Salía de su casa, caminaba derecho, atravesaba una plaza en diagonal, otra cuadra en línea recta, una a la derecha y volvía a doblar, pero al doblar la esquina...

La calle dibujaba la silueta de varios árboles. Los que mirados desde el centro, parecían juntarse y entremezclar el colorido de sus flores. Alguien los plantó así a propósito, intercalándolos uno al lado del otro, para que en tiempos de floración, aparecieran primero las flores blancas, luego las rosadas.

Asomaban en sus tallos tímidas y sencillas flores blancas, pálidas y frágiles que el viento amenazaba en arrancar a la más leve brisa: Los Ciruelos. A su lado, arrogantes y seguros... brotaban arrepolladas en racimos dobles, grandes, rosadas e imponentes: Los Duraznos. Era una lucha entre ellos por cautivar a los caminantes con la hermosura de sus flores.

...Al doblar la esquina, la niña se encontraba con aquel paisaje. Espontáneamente brotaban sonrisas en su boca. Al caminar, paseaba su mirada del ciruelo al durazno, del durazno al ciruelo. Casi no miraba lo que pisaba, embelesada con la vista que le ofrecían aquellos árboles ambiciosos. Esa belleza la hacía detenerse un rato y así, mirando hacia lo alto, cerraba sus ojos e inhalaba la fragancia, intentando retenerla en sus pulmones.

Los aromas llamaban su atención. Y abriendo y cerrando los ojos, inhalando y exhalando, se embriagaba de aquella particular fragancia. Así, todos los días demoraba un poco el camino, para dejarse llevar por aquellos árboles mágicos que la hacían soñar.

A las seis y media, salía del colegio. El trayecto de vuelta ya no lo hacía en solitario. Una compañera de curso acompañaba sus pasos.

Las tardes de invierno, eran oscuras. Las calles solitarias y las dos niñas, apuraban el paso para llegar pronto a sus hogares.

Un día caminando distraídamente, las sorprendió una turba de muchachos (3 o 4), probablemente de su edad. Estaban escondidos tras los árboles que ella tanto amaba. Ellas, no los vieron, cuando de pronto se vieron rodeadas por ellos. Asustadas, sin saber los motivos de tal asalto.

Los niños las arrinconaron hacia una de las paredes. Se reían al verlas acorraladas y como algo premeditado entre ellos, comenzaron a besarlas, besos cortos, inofensivos en sus mejillas, en sus frentes, pero no en sus labios.

La niña nunca había sido besada por niños de su misma edad... estaba aterrada, el miedo, una vez más le dio fuerzas para desprenderse de sus captores y correr salvando el pellejo. Su compañera hizo lo mismo y juntas doblaron la esquina y perdieron a los traviesos muchachos.

Las tardes siguientes cuando se acercaban al lugar aquel, ambas echaban a correr, y corriendo atravesaban aquella calle, hasta que se sentían a salvo, doblando la esquina. Este episodio de asalto, no volvió a repetirse. Pero ella tampoco volvió a sentir el disfrute de los árboles, ellos fueron los únicos testigos mudos de lo que había vivido, y ella los culpó por eso, por haber escondido tras sus troncos a esos salvajes.

Afortunadamente, la memoria es frágil, y aquellos episodios infantiles se borraron, quedando sólo pequeños relámpagos de lo acontecido.